Modelo: Alberto S. Anaya.

«No confío en ti», le dije, le repito, mirándole a esos ojos azules, un azul que se vierte en un veteado amarillo nacido de sus pupilas. La luz al final del túnel en sus ojos. El cielo en ellos cuando miras hacia arriba y las nubes te responden en gris. Me dijo que siempre pensó que los tenía verdes. Qué tonto. Me he trabajado esos ojos pixel a pixel, esa mirada compasiva, inteligente, intensa, a veces infantil, otras herida, otras colmada de amor y súplica. «No confío en ti». Y lo acepta con el sentimiento de quien no puede, entendiendo mis circunstancias, hacer nada ante ello. Me besa en la frente. No hay más respuesta. «Siento un dolor agudo en los dientes como cuando alguien quiebra un tallo».

Abrazos en mitad del dolor que más desgarra. Su mano en la oscuridad buscando la mía. Mis dedos de témpano al calor de sus yemas.

«Alberto, ponte ahí, en esa luz tan bonita que hay en la esquina», «Arquea el cuerpo», «Pégalo contra la pared», «Alza el brazo», «Pero álzalo como si quisieras tocar el techo», «Quiero tu cuerpo espigado», «No, no me mires», «EstírateEstírateEstírate», «El cabello está bien, déjalo así». Le dirijo nerviosa, se nos va la luz por segundos. Pero quiero llevar a un plano visual esa imagen que tengo en mente. Ese cabello que refleja como un eco los últimos destellos del atardecer.

Sobre ese costillar me tumbo por las noches cual superficie de arena blanca y fina. Su interior es un oleaje. «No confío en ti». Se lo digo a él. Se lo digo a todo el mundo.

75 días robados de criar a mi hija.