Hace mucho tiempo que una fotografía de making-of no me gustaba tanto, así que he decidido editarla como aperitivo a lo que viene. Sí, de vez en cuando miro hacia atrás y retorno a mis telas al viento. Quizá porque me gusta su vuelo al sol, su danza con los trigales verdes, también ondulados por la brisa de un atardecer. Son momentos mágicos que me contrarían. O lo mismo me ayudan a contemplar la existencia desde otro prisma. Vivo inmersa en una realidad que focaliza mucho sobre la violencia y, aunque en muchos casos me parezca bien porque es una buena forma de denunciarla y combatirla, a mí me afecta, me lobotomiza el cerebro, me hace olvidar que existe la belleza, el amor o la bondad. No sabéis de la veces que nos hosti(g)amos a nosotros mismos no experimentando esta otra faceta de la vida, aunque sólo sea para sobrevivir, aunque sólo sea para recordarnos que, paradójicamente, en un mundo del que hacemos una cloaca, hay una energía todavía imperturbable, impasible a las agresiones de nuestra especie. Cuando me dejo acariciar por una brisa de atardecer, por un horizonte limpio y verde, por mis perritas corriendo como locas por el paisaje, por la voz de Guille preguntándome si he traído la base del trípode o si me la he dejado en casa, por esas nubes que se transforman en un baile de agua, por la tierra pura y húmeda bajo los pies, me limpio por dentro, como si una esponja de fe arrastrara consigo toda la mugre con la que a veces nos castigamos y de la que no nos permitimos escapar.