Girad la tuerca hasta el máximo. Mucho. Hasta el tope. Entonces abrid la caja. Dentro escucharéis una música agradable y desde un muelle, se despliegará una bailarina. No sé si alguna vez habéis tenido una cajita de esas. Yo tenía una en la que salía bailando Esmeralda, de «El jorobado de Notre Dame». Está forrada de tercipelo púrpura y en el interior de la tapa, había un espejo en el que se reflejaba la bailarina y mis ojos mirándola. Era hipnótico. Daba vueltas sobre si misma mientras dentro, las tripas hacían lo suyo. Un cilindro con pequeños remaches giraba a velocidad constante. Cuando un remache del cilindro alcanzaba el peine, este levantaba la lengüeta que se encontrara a su misma altura y la dejaba caer, haciéndola sonar. Me parecía y me parece fascinante. Quizá siempre me he sentido sujeta a una caja donde los demás me daban cuerda para que yo bailara cuando ellos querían y como ellos querían. Y luego se volvía a cerrar, hasta nuevo aviso.¿Os acordáis de estas tazas que tienen una figurita dentro? De pequeña era incapaz de beber nada ahí, sentía que lo estaba ahogando. Desde pequeña siempre dejé la caja de música abierta porque sentía que encerraba a la bailarina.Ahora de repente bailo. Cuando nos dejaron salir por primera vez a la calle tras los meses de cuarentena, salí con mis cascos, sin sujetador y bailando. Canto y bailo en el súper. Y me da igual. Liberarse sabe a dehesas en los pies, a estrellas en la coronilla.