Modelo: Alberto S. Anaya.

Fotografía disponible en diferentes tamaños.

Aquella playa quería estar sola. Playas que no quieren huella humana, que no se dejan pisar. Entendí el idioma de esa playa porque hablaba el mismo que el mío. «Playa canina», esos terrenos feos y sobrantes como un apéndice de los que el ser humano ha hecho una grosería. Por eso lo de feos. Esos terrenos son para los perros en Valencia. Para los animales no humanos, que también parecen sobrarles si no son para comer. Me importa, porque a mí también me han hecho (y me hacen) sentir dentro del elenco de los que parecen sobrar. Y aquella playa estaba enfadada. Un poco como yo, que de salvaje puedo ser huraña.

Un grupo de surferos entraba y salía de un mar tranquilo. No había abrazos de olas para ellos. Se fueron. Y nosotros nos quedamos en aquella playa díscola, revoltosa y desobediente. Había algo avieso en ella. Pero nosotros también estábamos fuera de regla. Nada desentonaba entre nosotros y el entorno. La tierra, que nos golpeaba la piel y los ojos como miles de balas microscópicas, sepultaba cada piedra recogida, los cuerpos tendidos en la tierra. Quizá porque las piedras en la playa son preciosas, quizá porque entregarse desnudo a la naturaleza es un pasmo. Y el viento, recio, sólo quería poner a reguardo la belleza.