Este verano Luz estuvo especialmente demandante y dependiente de mi. Normalmente no llora cuando salgo de casa una noche, pero en Sevilla tenía pequeñas crisis cuando un viernes noche no la dormía yo. Incluso en la piscina, no me podía dar ningún largo sin que ella no parara de buscarme, mirarme y clamara por estar en mi brazos. Este comportamiento era anómalo, pero poco a poco empezó empezó a entregarse a las vecinas, a mi madre o amiguetes, siempre sin quitarme el ojo. No sé si era premonitorio. El otro día en el parque recibí una llamada y, dejándola con mi madre, me aparté un poco para hablar. Pues empezaba a mirar y a preguntar que por qué me iba. Luz tiene pánico a que yo me vaya desde antes de que el secuestro legal sucediera. Es una niña especial, no sé si presentía algo, así como lo presentía yo también al escribir o declarar verbalmente «que prefería pillarme el covid que volver a Madrid». Tal era el terror que, sumida en el bienestar que me daba estar protegida en Sevilla, me producía volver a mi hogar. Tener miedo de volver a tu propia casa es uno de los temores más desagradables que he vivido.

Volviendo a la piscina, cuando conseguía tener unos 5 o 10 minutitos para nadar, me daba cuenta de lo que quería no era nadar, sino que buceaba hasta lo más profundo de la piscina y me dejaba en suspensión. Mis brazos extendidos, mis piernas semiabiertas, sintiendo una ingravidez que relajaba mi cuerpo y mente. Ascendía lentamente y de nuevo, como las ballenas, volvía a coger mucho aire, para retormar esa sensación en la que que el cuerpo, con su peso, se contrarrestaba con esa fuerza terrenal. Por momentos no pertenercía a la tierra. Sirena, cetáceo, pez, burbuja. Mi mente entregada al vacío. Luego ya venía Luz: «Mamáaaaaa, ponte ahí que voy a saltar» y yo recogía su cuerpecito con su rostro rezumando un sentimiento de victoria. Porque es verdad: a veces dar un primer paso hacia lo que nos da miedo, es de valientes.