Cuando hice esta foto las dos nos habíamos caído del nido. Ciegas, nos sentíamos desplumadas, vulnerables, sin vuelo: el mundo era nuevo y extraño, las efemérides y la enfermedad, la soga. Ahora veo esta foto y siento que éramos como dos polluelos recién caídos, de esos que hay que alimentar con delicadeza, darles comida y calor, portar entre dos manos en una maternidad de novata, sin saber muy bien qué hacer, pero con todo el anhelo de insuflarles vida. «Tengo aquí mi equipo ¿hacemos algo?». Me arrastré hacia ella como quien busca un sol y unas ramas con las que hacer nuestra estrella. Porque eso es Dara. Buscadla entre la niebla, buscadla en la nieve, buscadla en los cielos grises, en la llovizna. Sólo con ese fuego se sobrevive. O al menos, en mi universo, ella es de las personas con las que se puede inhalar y sentir candor. La encontré e hicimos una hoguera, nuestros cuerpos cual piedra y pedernal.

Para conocer a Dara hay que escarbar muchos años, pero con pincel, como si fuera algo muy delicado a encontrar arqueológicamente. Me apreté contra su cuerpo. Y sentí algo ancestral. Sentí el aborto. Sentí la herida.