Soy una persona de pálpitos. Desgraciadamente hay mucha intuición certera cuando presiento algo. Cuántas cosas os podría contar, no sólo con respecto a los demás, sino conmigo misma. Este verano me fui a un bosque. Un bosque brujo, un bosque perdido, un bosque donde no se podía acceder ni en coche. Tras tatuarme «Made in Hell» en el pecho, que fue un tatuaje-despedida , un aviso para cuando me mire todos los días en el espejo, puse un pie en aquel paraíso de caminos cercados por luciérnagas. El duelo me estaba dando la bievenida de forma amable, «Has venido al lugar perfecto para dolerte», me susurraban las hojas por la noche, me gritaban las águilas por las mañanas. Así mi cuerpo empezó a sentir que la comida eran cenizas, que la cama ardía y tenía que yacer en posición fetal en el suelo. Vino el llanto y una ansiedad paralizante. Animales muertos en el camino. Era entender que el primer amor de mi vida había dejado de serlo y que había que dejar de esperar al fantasma que amé. Al ya muerto que me amó como nunca ha amado en su vida y que ha decidido odiarme de forma equivalente al amor que me ha profesado. Que es mucho. Muchísimo. Lo vi en los ojos de quienes me quieren y cuidaban: asúmelo, llóralo, te está pasando. Los abrazos, las caricias, los «Venga, come», los «Llora, no pasa nada, échalo todo, hay que sacarlo todo del cuerpo». Nunca le digáis a nadie que no llore, que demasiados somos los que no somos capaces de hacerlo. Sus manos sobre mi cuerpo, su mirada sin juicio en la mía.

Lloré al aire puro, lloré a los árboles, mi cara contra su corteza. Y mis ojos estaban tan repletos de lágrimas, que llorando a un cielo sin contaminación lumínica, parecía que lloraba estrellas. Las raíces fueron mi hogar, la fotografía la más calmante de las medicinas. La fotografía sacia, convierte el aire donde sólo emanaba limbo.