Mi perra tiene la nariz y las almohadillas rosas. Menta. Sí, la que está enfermita, la que anda por ahí con más de 20 puntos como si no pasara nada. Tras 24 horas de la operación, quiso salir corriendo a toda velocidad. Lo normal cuando a uno le quitan tumores y sale de un quirófano, vaya. Están hechos de otra pasta. Cuando pasan muchos días sin llover, parece que tiene las almohadillas negras, pero en estos días en los que los charcos están cristalinos, el Manzanares corre cargado tapando todos sus islotes, en los que nos cae tan pronto como la nevada apoteósica en décadas, como granizadas, sube con frecuencia con las almohadillas níquel, rositas. «Mamá, ¿por qué llueve?». Me está arrebatando la fase del «¿Por qué?» de mi hija, pero las veces que está conmigo, casi me tengo que ir al wikipedia para responder tantos porqués en bucle. Ahora es por qué llueve. Yo le digo que es para que el aire se limpie. Que cuando llueva, que respire hondo. El frío, la lluvia, la nieve, el hielo, purifican. Nacida en pleno invierno, mi cuerpo lo percibe así. Me disgustan los días de sol, me agobia la llegada del verano y aunque colapsara la ciudad de Madrid (Gestión de Ayuso aparte), lo disfruté como la enana. Puse mis pies en esa nieve que cubría el asfalto y sentí el fuego de esa blancura silenciosa. Madrid se hizo de hielo, Madrid era un hueso gigantesco por el que se caminaba haciendo la cuerda floja. Hay más fotos sobre esos días, pero quisiera empezar por la raíz-tuétano de la serie. Descalzarme y sentirme desperta. Unos días son más plomizos que otros. Mis ojos son de hielo. Y los ojos helados, helados están. Mirada de témpano. A veces duermo menos que en el puerperio, esperando, luchando en la luz fría, frotándome de él, de su tacto, voz y mirada. Ver mi cuerpo enrojecido y quemado por la nieve, los cráneos siameses rotos a mis pies. Después de esto nunca volveré a sentirme limpia. Mientras, me froto con hielo. Que en la palidez de la rasca se coma mi piel.