El otro día escuché “Hoy en día un niño se cae y en seguida van los padres corriendo a levantarlos. Los niños tienen que caerse y aprender a levantarse solos, así es la vida, ¡cuánto daño con estos niños sobreprotegidos!”.

Recuerdo que una vez, yendo a toda prisa por la calle Hortaleza de Madrid, al intentar esquivar a una persona que me venía de frente, me estampé contra una farola. Con la prisas y el estrés, no la vi. Me di tal hostia, que me caí al suelo, medio aturdida. Me llevé la mano al tabique de la nariz: todo en su sitio. Alcé la vista y vi el tránsito de la calle, no conseguía enfocar. Cuando se me pasó el mareo y conseguí ponerme de pie, seguí mi camino medio coja, un poco avergonzada, ya más despacito. Me levanté sola, sí. Pero hubiera agradecido que alguien, entre las decenas de personas que pasaron por mi lado en aquel momento, se parara a preguntar “Perdona, ¿estás bien?” Agachado a mi vera, mano en el hombro. O de pie, tendiéndome una mano para levantarme. Yo le habría dicho “Ay, me he hecho daño, qué torpe, mi nariz… pero no te preocupes, estoy bien, muy amable”. Eché muchísimo de menos esto. Más adelante, me he dado bastantes hostias más. De todo tipo: físicas, psicológicas, emocionales. Porque soy así de calamidad. Y las veces que se han parado para echarme un cable, lo he agradecido mucho. Así mismo, he estado en el lado contrario: me he ofrecido para ofrecer ayuda y atenciones a personas que, torpes y dramas como yo, se han metido se han estampado contra una farola. O contra la vida. Lo he hecho con ancianos, niños, adultos.  Y no les estoy sobreprotegiendo: estoy siendo humana.