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Cuando salí de uno de los comas, imploré como nunca había implorando leche. Así de curioso. Leche. Yo, que llevo sin beber leche de vaca años y que posteriormente vomitaba en el hospital del asco que me daba, imploraba, lloraba, pedía a gritos leche. No me la dieron. Y yo no recuerdo ni pedirla ni que me la denegaran.

Recuerdo la sed. Tuve tanta sed, que ahora bebo un vaso de agua como un anciano devora todo el plato de comida, por eso del hambre en la guerra. Yo también vivo una guerra. Es interna, se dispara en la oscuridad, te rebotan las balas.

«Agua, agua, por favor. Agua, agua»

«Un buchito, que todavía se te va al pulmón».

Y recibía ese oro transparente en la cantidad que da un sorbo. Bebía y se me iba al pulmón. Toses y más toses. «¿Ves? No puedes beber agua»‘ De nuevo esa sed que no cesaba.

Yo interpreté aquello como una necesidad de volver a ser amamantada, como si fuera un bebé, como si hubiera vuelto a nacer. La deglución me costó más de un mes. Tuve que aprender de nuevo cómo funcionaba mi boca, mi faringe, mi estómago.

Mientras escribo esto, el pulmón de la tierra arde como yo ardía. También pide leche en miles de gritos.