«Ay, me encantan tus tatuajes de golondrinas».

«Bueno, son vencejos, en realidad…».

Las golondrinas tienen la colita en forma de U y los vencejos, en una apertura más cerrada, en forma de V. Sus alas tienen forma de guadaña. Los vencejos gritan, están locos y en Sevilla, en los atardeceres de verano y primavera, vuelan caóticamente en torno a la Catedral. Tienen un piquito muy pequeño y los ojos muy grandes.

Mi padre subía la cena al altillo que teníamos en la casa de Sevilla, en la calle Abades, 31. Una casa con un patio interior precioso con una fuente, que a veces mostrábamos a los paseantes abriendo las puertas de la entrada. Tenía dos pisos y una terreza de la que subían unas escaleras de caracol hacia otra terraza más alta. Y allí arriba te comías la Catedral. Él tocaba la guitarra «Nou pometes te el pomer», nosotras engullíamos la belleza de cielo. Sí, con esos vencejos de vuelo desordenado, escandalosos y portavoces de un sol adormecido. Mi primer tatuaje fue un vencejo: un animal, un pájaro, Sevilla, la infancia, la bella casa perdida, tardes pintando macetas de colores.

Ahora escribo en no sé qué día ya de la cuarentena. No sé en qué día vivo y vivo en Madrid. Fuera se escuchan mirlos, urracas y cotorras. Hace tan bueno fuera… El sol de mi terreza se pega a mi nuca y cierro los ojos como una perra consentida y reiteradamente sobada. En mi mente soy un vencejo que cae en picado desde lo más alto ¿Sabéis? A diferencia de las de golondrinas, no saben posarse, tienen unas patitas muy pequeñas. Y en el cielo follan, en el cielo duermen. Callad. Que estoy durmiendo, que estoy follando, que estoy en el cielo.