Del sofá nos lo llevamos todo. Hasta la mierda. Hay caseros que tienen la brillante idea de alquilar pisos con sofás blancos. Así que ahí estaba, en el taller de Guille, el comodísimo sofá blanco. Sofá para que las perras siestearan, sofá para que todos siesteáramos, sofá para follar a gritos antes, sofá para follar en silencio después, con el Chonelito en la cuna. Sofá para que folle tu familia y amigos. En este sofá hemos visto películas de puta madre, he leído novelas extraordinarias, me he tragado series como una yonka. Sofá para hacer fotos. Sofá para montar mis fotos para las ferias. Vamos, que lo dejamos blandito blandito. Estaba hecho una mugre, como marrón. Pero mirad, al final metimos las fundas en la lavadora con dos sobres de blanco nuclear y salió niquel. Como si no hubiera pasado nada. Como si allí no se hubiera amado, como si allí no se hubiera llorado, como si allí no nos hubiéramos estremecido o dormido, como si desde esos cojines no hubiéramos visto las estrellas, las gaviotas de paso al vertedero, la luna, el sol, la nieve y los vencejos. Mi gran amigo Alí la llamaba «La casa de los cielos» porque tenía las ventanas en los tejados. Echaré de menos escuchar el repiquetear de la lluvia contra las ventanas o, desde el culo pegado al sofá, maldecir. Maldecir al patriarcado, a los borrachos que campan por Malasaña de madrugada o maldecirme a mí misma. Desde ese sofá he lanzado conjuros a la luna como una loba en su lecho blanco colmillo. Todo esto nos lo hemos llevado. Me hice esta foto en el sofá blanco que desde nuestra partida sólo es un eco de amor, furia y mierda.