Gracias a Miriam por darme la foto más bonita que hice en Tenerife. Me llevaron a Anaga, el enclave que más me gustó de la isla junto al Teide. Conforme subíamos al macizo, la niebla nos dio un abrazo y de repente un clima húmedo, verde y azul, se nos coló por los ojos, la garganta y se nos posó en los labios como un beso lleno de misterio. Quise quedarme allí dialogando con los laurisilvas, los laureles, los viñátigos y los tilos, beberme cada trozo de musgo y coserme a los troncos de brillo cian. Las niñas correteaban con sus chubasqueros como un par de hadas juguetonas, dos fuegos fatuos que hacían de faro a nuestras pupilas. Luz bromeaba con la cantidad de fotos que podía hacer allí, me imitaba posando y se abrazaba a las raíces de los árboles. Iba a decir que un poquito de mi alma se quedó allí, pero en realidad, estar allí le dio viento a mi alma y desde entonces, un pedazo de mí se permite en ocasiones volar.