Todo empezó desde que estaba embarazada. En cuestión de nueve meses engordé dieciocho kilos y mi cuerpo no estaba preparado. Sentía como si me hubieran atado dos bloques de plomo a los pies y mi movilidad era difícil y pesada. La primera vez que mantuve la respiración en apnea y me dejé flotar en el centro de la piscina, sentí una paz tan inmensa, una ligereza y un alivio tal, que hasta mi hija empezó a moverse en unos movimientos ondulantes, como si me acariciara por dentro. Mi cuerpo plomizo y lleno de abundancia sostenido por el agua, sin ruidos externos, segundos de soledad ingrávida. Desde entonces sigo haciéndolo como vía de escape y como forma de conexión conmigo misma, desconectando de lo que suceda en la superficie. Son pocos segundos de evasión, pero unos instantes en los que parece que la herida para de emanar sangre.