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Estas son mis luces de Navidad. No cuelgan de edificio a edificio, no son de colores, no tienen formas. Ni hay Naviluz que os lleve a ellas. Pero os pueden gustar. Os puede gustar el fuego. Es el compañero de (f)juegos más divertido. El más cálido, el más purificador, el que se nos va de las manos. O no.

Vuestras Felices Fiestas no me dan, pero me salpican. Podéis seguir deseándomelas. Pero sin ser muy cursis, por favor, que esas ni me pasan por el coño. Con la de cosas que me paso yo por ahí.

A veces, a lo largo del año, aunque haya sido el peor de tu vida, hay hogueras. «Hoguera». Qué palabra tan amorosa. Sabe a hogar, a brujería, a candor, a mi perra Menta pegada a la chimenea porque es como una especie de Daenerys a quien los dragones se la soplan.

Os escribo intoxicada (sí, nuevo salida de otro ingreso), con la cara constreñida, ciega, respirando poco, como cuando una mujer se masturba. Os escribo desde la petite mort, entre islas de placer y de muerte. Esa cara que no sabes si es sufrir o es placer. Abro la boca y mi sonido es el que no sabe discernir entre la risa y el llanto. Felices fiestas. Por si os salpica. Por si os da un chispazo. Por si alguna noche os sirve al menos para calentaros el culo. O las manos. O el alma. Por si os da un escalofrío, de esos que recomponen, tras acercar el pecho aterido junto a una hoguera.