María Olga era de vivir en la penumbra, de enojarse si se encendían las luces cuando llegaba la noche. La oscuridad pedía oscuridad, un dos de bastos, una vela que le diera candor a las sombras. Tinieblas que se arrullan al fuego, porque la oscuridad también se ilumina y no hay oscuridad más bella que la que se puede ver y sentir. Cuando caía el sol, Sofía llegaba a su cuarto descalza, muy gata, con una vela de parafina roja en espiral, su mano cubriendo la llama, como quien se enciende un cigarro de amor.

«¿Tienes fuego? Tengo ansiedad y necesito que me enciendas la vida».

«¿No habías parado de fumártela?».

«Lo dejé durante años, pero he vuelto a recaer».