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Con el embarazo, la pregunta llegó «¿Y qué harás con las perras?». La primera vez que escuché esa pregunta me entraron ganas de ponerme a llorar, de ofensiva que me parecía. Mis perras son una extensión de mí misma y no tengo nada más que decir. Además, ya lo saben. Milka, que es algo más lista, lo supo en seguida. Normalmente dormía hecha una bola en mi almohada, básicamente porque no le dejo dormir en mi cabeza, porque si no, no lo duden ustedes: lo haría. Pero desde muy pronto empezó a dormir a la altura de mi tripa. Lo supo perfectamente y lo asumió. Con Menta, la perrita de la foto, fue diferente. Tuvo diferentes fases, que pasaron desde un estado melancólico hasta dejar de comer. Pero ayer fue muy especial. Ella y Guille son uña y carne, Menta es una debilidad para Guille y viceversa. Pero me eché una siesta y a pesar de que Guille la llamaba, Menta quería quedarse conmigo. Lo mismo sucedió en un café por la tarde: quería subirse encima de mí, no de Guille. Esta noche he dormido fatal. Desesperada y con la niña pateándome las entrañas (tiene una marcha…), me fui a hacer algo de tiempo al sofá y al rato oigo unas pisaditas «Ya está Milka aquí, pensé». Milka es como mi sombra desde hace 6 años. Pero no. Era Menta. Rascó con la patita la manta y se achuchó contra mí. Y me llenó de ternura, «Oh, perrunchi, no sabes lo que te quiero», le dije acariciándole entre los ojillos.
El proceso de adaptación de los perros a la llegada de un bebé comienza desde antes de que les lleves el pañal a casa. Mis perras han pasado desde un incremento de «agresividad» cada vez que alguien se acercaba a mí, hasta distanciamientos o, como ahora, apegos anómalos ¿Que qué haré con mis perras? Comérmelas a besos, como siempre hasta el fin de sus días.