Recuerdo cuando era pequeña y me quedé a dormir en casa de mi prima. No pegué ojo en toda la noche porque resulta que me pusieron el pijama, pero no las bragas. Aquella familia tenía la sana costumbre de liberar sus genitales para dormir, usando ropa cómoda y ligera y sin costuras. Pero yo pasé la noche en estado de alarma porque, literalmente, me sentía desprotegida. De los pañales a la edad que tuviera, siempre con algo tapando mi vulva. Las bragas, esa prenda ceñida y que tan cómoda siento, pero que sólo las diosas saben qué utilidad tiene desde que nos las plantaron en el s.XVIII. Mi hija siempre ha ido en pelotas los veranos. La primera vez que sentí la violencia de la braga fue una vez, en la piscina comunitaria de Sevilla, una tarde que estábamos, literalmente, cuatro vecinos. Mi hija de 3 años se desnudó y siguió jugando. La socorrista me dijo «Técnicamente está prohibido ir sin bañador, da igual la edad, pero me parece una tontería y somos pocos, que se quede así». Le di las gracias. Dos años después mi hija me mira con preocupación en una piscina pública madrileña «¿Hasta qué edad yo podré enseñar las tetas? ¿A qué hora se prohíbe enseñarlas? ¿A los 10 años?». Esto es cultura de la pedofilia, amén de que sólo encontrara bañador sólo braguita para 5-6 años en Calcedonia. En el resto de tiendas te tenías que llevar obligatoriamente una parte de arriba. Incluso para niñas de 1 año. Y así empieza para todas las niñas y mujeres el por qué somos incapaces de vivir sin bragas o sujetador, porque nos han enseñado a que tenemos una segunda piel en nuestros senos y genitales desde que nacemos. Décadas con esa telita en el coño, dormir con mi vulva al aire, mis pechos al aire, está siendo una conquista sobre mi cuerpo, sobre mi psique, sobre los valores educacionales que la sociedad me ha impuesto y sobre necesidades y justificaciones misóginas y patriarcales que el Sistema nos inculca.
Al final, con esta calorina, mi hija me mira como quien va a hacer algo malo. Algo muy muy malo. Una travesura. Una acción maligna y secreta. Se baja las bragas y empieza a saltar en el sofá. Su libertad, ser ella misma, es un secreto. Mi libertad es la cima de una montaña. Nuestra libertad es un acto de rebeldía. Y sólo nos hemos quitado un trapillo de la vulva a 38 grados, en pleno verano. Desnudas las dos, tras tomar leche de avena fresquita, descansamos piel con piel. Durante 2 horas, soñamos que somos libres.