Si os contara algo personal sobre fotografía, os contaría que a veces me frustran las fotos de mentira. O más que de mentira, quizá me cansa tanta ficción porque no es mi espejo, no es la guarida en la que pueda quedarme para seguir siendo yo misma, con mis taras y virtudes. Me siento anulada porque yo no pertenezco a esos mundos de flores, pieles de melocotón, vestidos de ensueño y rostros jóvenes y apacibles. Aunque cuando me quiero disfrazar, me disfrazo. Últimamente me planteo si quiero pertenecer a ese universo, porque sé que esas mujeres, esos hombres bellos, son un ideal. Lo mismo me estoy adaptando muy bien a la cotidianidad vallekana, al chándal, a la bata y zapatillas, a los moños-pa-que-no-me-estorbe-el-pelo. Siento una ligera incomodidad en las mujeres estereotipadas, en la masculidad del macho muy macho, de los hombres interesantes que luego no valen ni pa tomar por culo.
Sí, es verdad. Yo físicamente todavía entro en los cánones de un estereotipo de belleza. Todavía. Pero cuando me derrito no me reconozco ni yo misma. Cuando tropiezo con la vida me desfiguro y tardo semanas en recomponerme ¿Esto también le pasa a la gente? ¿Es que la fotografía pretende ser una extensión de la belleza, del saber estar, de lo saludable? De la belleza agradable, la que no molesta, la que no provoca risas ni muecas. Es esa franja de tiempo en la que no sé si en todas las familias se cuecen habas y entro dentro de lo normal o si soy una mentira a esconder. Porque para mí esta foto es una de mis realidades, también soy yo, también es una verdad. Para mí esto también es un autorretrato. Esta es la historia de cuando un domingo me caí.