Modelos: Dara Cuervo y yo.
Asesinarlo sucedió como en las buenas relaciones. No era algo que se tuviera que premeditar, simplemente tenía que caer por su propio eso, su muerte a manos de mi abuela encajaba en el universo como la fuerza de una lógica natural, como la última pieza de un rompecabezas de nivel medio. Ella y Emilia se criaron en el mismo pueblo, regentaban una mercería y no fue hasta que se cruzaron con Ricardo en la verbena cuando lo mataron. Lo que hizo Ricardo era una historia tan integrada en la familia que parecía que formaba parte de su propio pulso, su presencia era un ritmo constante e integrado, un dolor que se aceptaba con resignación, como una enfermedad crónica que no se puede cambiar. Ricardo era algo con lo que había que convivir con deportividad. Pero cuando apareció desagrado en la plaza nadie dijo nada, cuando ellas aparecieron con los vestidos empapados por las calles del pueblo, nadie dijo nada. De entre todos los acontecimientos que podían pasar en Molinaseca, que Emilia lo matara entraba dentro de lo razonable. Así que cuando entró Eulalia a comprar un enhebrador, etamina, corches e hilo azul, se despidió con un «Pues mira, si le echas bicarbonato a las manchas, luego vinagre y enjuagas con agua fría y un poco de sal, se irá la sangre del vestido, ya me dirás qué tal». Desde entonces el pueblo se sentía un poco más limpio. Respiraba. Sólo la madre de Ricardo, que no se atrevió a cuestionar nada, pidió que se le pusieran unos cirios en la Iglesia. También entró dentro de lo normal que nadie lo hiciera.