Todos nos hemos pegado hostias épicas de pequeños. Sí, de esas en las que en la línea de la vida hay que poner una chincheta. Recuerdo una en especial, en mi casa de Sevilla Este, posteriormente pasto de llamas. La terraza era el territorio de juegos. De tiendas de campañas en el tendedero, de cocinitas, de peinados a las Barbies mirando al parque, de dejarme atravesar por los rayos y los truenos. La espalda en el pecho de mi padre, su dedo señalando las nubes. Sacaba los pies por las rejillas del balcón, para sentir el vacío. También estaba Curry, el canario, siempre superando lo permitido por nuestros tímpanos. Aquellos metros cuadrados eran nuestro territorio de quehacer infantil, hiciera frío, hiciera calor. Una mañana fui corriendo a esa tierra dominio fraterno y al querer entrar, el cristal estaba tan limpio, que me di golpe tan bestia que caí unos minutos inconsciente. Y ese aturdimiento, ese inesperado muro transparente, aquel golpe, aquella inaccesibilidad espontánea, aquella frenada involuntaria y dolorosa, dejó en mi niña interior un moratón vital de rabia y vergüenza.

Pensadlo bien. Cuántos son los muros invisibles contra los que os habéis hostiado. Y cuántas veces, de no verlo y no creerlo, os habéis vuelto a estrellar otra vez. Y lo empapáis todo de lágrimas, de sudor, de saliva.

Tranquilos. Mi terraza se volvió a abrir. Tranquilos. Me he golpeado contra tantos muros, que el rojo es mi color favorito, el púrpura es un color que me cae en gracia, y el blanco ya no me impresiona aunque sea el color de la muerte. Ahora sabemos que la sangre es un líquido salvaje y excitante, que los moratones nos cincelan hasta los ojos y que sólo sé rezar a la luna y a los huesos.

La suerte es que a veces sólo basta con abrir la puerta o darle un martillazo. Merece la pena, que luego llega el tiempo y lo quema todo.

Levántate. Que la fotografía sabe registrar lo que nos arde.