De la serie de «Miserere nobis».

Nunca se sabe hasta qué punto, lo podrido y abandonado, lo muerto y lo sucio, es la concatenación de la vida para muchas personas. Siempre he tenido un vínculo especial con la orfandad de las cosas, con los huérfanos y los huérfilos. En ellos habita un eco del amor que no cesa. El desamparo de los objetos y las casas (y las cosas) como un espejo de mi mundo interior, hace que me sienta cómoda en espacios desaliñados e inhabitados, porque a pesar de estar aparentemente muertos, yo huelo las energías, las siento en cada poro de mi piel, la cotidianidad sigue vibrando. A veces creo que todos los objetos y rincones con telas de araña del pazo de Dona Rosalía son autorretratos, así como el París vacío de Atget sólo era un intento desesperado de expresar lo increíblemente solo que se encontraba este hombre. La fotografía no deja de ser una laparotoscopia del alma.

Hay algo de poético en el desierto, en lo yermo, que se me antoja una respiración contenida. Como un hipo, una taquicardia, una pequeña muerte. Qué es, si no, una fotografía.