«Cómo podré sufrirme en esta miserable vida, si no me confortare tu gracia y misericordia?» Tomás de Kempis.
«He sido derramado como aguas, Y todos mis huesos se descoyuntaron; Mi corazón fue como cera, Derritiéndose en medio de mis entrañas.», Salmos 22:14-18
Qué importante la presencia y el amor para dolerse, quejarse y patalear. Qué importante tener a alguien al lado que nos dé espacio para la energía masculina, ese enfado legítimo, esa frustración que nos deja de rodillas, golpeando en el suelo, encendidas y derramadas como agua. En esos momentos, qué placer unos brazos en los que caer rendida tras un alarido y mecernos en esa balsa de carne y ternura, ¿cuántas veces os habéis permitido gritar a pleno pulmón? Y de esas veces, ¿cuántas han sido colchón y manto de esa ira? Cuando Sofía o María Olga estaban iracundas de iban al río, dejaban su ropa en la orilla y desnudas se adentraban en el mismo, sumergían cuerpos y cabezas y gritaban bajo el agua. Se agarraban a una roca y gritaban como dos banshees o rusalki y se morían un poquito más. Luego, ya fuera, sostenían su aliento, que tantos idiomas hablaba.