Creo que me gustan los choques de frío porque puedo gritar sin que nadie piense que grito desde la aflicción y el tormento. En verano no pasa eso. En verano vas por la acera donde haga sombra. Si la hay. Te ajustas las gafas de sol, llevas tu pamela bien grande o un pañuelo fino para no quemarte. Puedes poner muecas, pero no gritar. Pero con el frío sí. Gritas y la gente se cree que es de frío. Pero mis plantas están floreciendo y sólo me queda ponerme al sol y fingir, sentada, con los ojos cerrados, que ese tenue calor de invierno, casi primaveral, es regocijo. Me ha salido una ojera. Sí. Sólo una. Como si un ojo se me fuera a caer. En el ojo izquierdo. Ácido hialurónico, mascarillas, aloe vera, las cremas en la nevera, nieve para cogelar esa sensación de que me estoy derritiendo o desvaneciendo. A mí me gustaba la nieve. Es verdad que tenía la capital hecha un caos, pero me caía simpática. Recuerdo cuando volvía de Alcalá de Henares, de tatuarme con mi hermana Mewy. Caminé desde Príncipe Pío hasta bien entrado el río hacia Puerta de Toledo, por un Madrid lleno de silencio. No había nadie en la calle, el suelo era una trampa blanca, gris y tonos azulados. Un camino de ramas y árboles rotos enmarcaba mis pasos. La piel se me caía, quemada, por el frío. Podía emitir gemidos mientras me entragaba a la ciudad que parecía haber helado la vida, manteniendo sólo su estructura. En el ascensor, me miré al espejo. Unos ojos grandes, con lágrimas congeladas en las pestañas, me devolvieron una mirada curiosa torneada de pequeños cristales.