Ya sabéis que desde que no tengo a Luz, vivo prácticamente de noche. Sorry, mom. No podéis llamarme Leila y que no me guste la noche. Creedme cuando os digo que el poder de la onomástica a nivel psicológico es algo influyente. Además en la noche, en casa, no me va a pasar nada, todos duermen, nadie me hará daño. La caída del sol siempre me pareció un escudo. Yo puse a Luz ese nombre porque esas tres letras contenían algo muy grande. Además es una palabra construída con la última letra de las vocales y la última letra del abecedario. Por eso de quien ríe el último, ríe mejor. En mis directos veréis cómo Alberto y yo salimos a recibir la ventisca de nieve a las 3:00 de la mañana. Salimos con dignidad y tuvimos que volver por la carretera, andando de espaldas, porque el viento y la nieve arañaban los ojos. Gritábamos y reíamos, con las perritas en brazos. La fantasía. Ya en casa, pasados todos por el secador, él se fue a dormir. Yo me quedé mirando, en silencio absoluto, cómo todo se iba cubriendo de blanco. Ahora tengo otras formas de canalizar el dolor, pero en enero todavía lloraba mucho. Me iba a perder la carita de hija viendo por primera vez esa blancura que casi la sepultaba. Me la imagino todas noches dormida. «Fiat Lux». La arrullo con la mente. Le acaricio la cabecita, la duermo pasando el dedo pulgar por su columna vertebral. Compruebo que respira. Estas son fotos de un paisaje nevado, mientras me nieva la luz por dentro. La he puesto amarilla, por su cabello de Niña-Sol, pero el blanco es el color de la luz y la mezcla de todos los colores. Miraba por la ventana y la miraba a ella. Su melena rizada y brillante desperdigada por la almohada, sus labios de pitiminí, sus ojos dos líneas de tinta china, sus manitas agarrando esa almohadita que me hizo mi abuela y que ella se agenció como peluche de apego nocturno (No te lo perdonaré jamás, Manuela Carmena, Jamás). «Esa almohadita es mía», le digo, infantil. Y ella se aferra a mi (su) almohada «NO». Un «No» de «te rajo». Continuará.