Perdón por la censura. De hecho, pido perdón por autocensurarme tanto. Todo a su tiempo y hasta donde nos dejen los de arriba. Estoy aprendiendo el oficio que jamás se me dio bien: callarme. No eempre, claro que no. Pero de momento es asignatura de primero de Zorra. Aprobada, aprobada, no lo estoy del todo, pero aquí estoy, hincando codos. Está feo callarse, pero todo tiene su tiempo. Hablar en el momento justo es el 5. Cuando tienes que callarte, quieres vomitar y te arde la piel por dentro. Te miras y no se ve nada. Pero en el fondo te estás incinerando desde la médula. Y lo sabes: la mujer ya ha cumplido cinco siglos y tiene que arder. Para trasladar el cadáver, se forma un huevo de mirra. Ese huevo ha de ser tan grande que tus fuerzas no puedan apenas soportar el transportarlo. Tras probar su peso, ese que os parte los brazos, las venas de las sienes y la espalda entera, hay que vaciarlo hasta abrir un hueco donde pueda enterrar el cadáver, el cual se ajusta con otra porción de mirra para huntar bien por dentro la concavidad. Todo esto hasta que el peso del huevo preñado con el cadáver iguale al inicial. La mujer cierra después la abertura, carga con su huevo bramando y lo lleva a donde quiera. Lo lleva a la nieve. A una playa de luz dorada, a la puerta de la Catedral de Sevilla, a un bosque Vasco, a la cama de la abuela-madre, al Freedoom, al Cerro donde estuvo por última vez La familia, a Doñana, al sótano donde no existe el calor, a la constelación que caiga un 27 de enero, a un arcoíris. Y ahí volver a contar, entre llamas, 500 años. Sólo al final, tras los llantos que anteceden a la larva, se aprende de nuevo a vivir.

Mientras escribo esto escucho «All the good girls go to Hell», de Eilish. https://www.youtube.com/watch?v=-PZsSWwc9xA