Modelos: Karola O. Lara y Alberto S. Anaya Gracias, chicos, por arriesgaros a un ataque de hipotermia para esta foto… y las que todavía tengo que editar.Maquillaje: La gran Simonne Silva. En el colegio, morder era un juego. No sé qué pasaba en el vuestro, pero en mi colegio o con los amigos, nos mordíamos para ver cuán marcada estaba la señal, cómo los dientes dibujaban en la carne su presión dolorosa. Pero qué más da que doliera, «¡Aaaah, ¡mira lo que me has hecho!», «Mira lo que me he hecho».. Ese círculo ovalado a base de hendiduras hipnóticas en la piel ondeando cual bandera de triunfo… o revuelta. Los únicos huesos visibles de nuestro cuerpo se manifestaban, la pluma que era la mandíbula dejaba su rastro en saliva, sombras, rojeces. Y nos quejábamos, ríamos y gritábamos sin poder parar de mirar la inflamación y agitar los brazos. Siempre eran los brazos. Después los mordiscos salieron del colegio, la infancia dejó paso a la vida adulta y el amor eran los dientes clavándose cual grapa cuyos extremos jamás se encontrarían. Ni unirían nada. Morder para unirte, morderte para descargar en ti mismo el dolor, en una espiral donde la fuerza vuelve a tu propia fuerza, morder para generar un daño, morder para defenderte.Siempre me ha llamado la atención el acto de morder a otras personas, ese salvajismo, ese instinto animal y primitivo, en el sentido más peyorativo cuando no es un juego y en el sentido más placentero, como cuando te quieres comer a bocaos a una persona. Cuando muerdes calculando la fuerza porque te lo comerías de amor y placer. Cuando sus dientes en tu cuello te estremecen y causan escalofríos. Y gimes. La dualidad del mordisco cual espada de doble filo.