La depresión huele como los cementerios de nichos, de esos que no crecen entre árboles, de esos que no parecen un bosque con lápidas. Huelen a flores marchitas, ese olor entre dulzón y podrido. Huele a caro. La muerte es cara, que nos pudramos es un negocio. Huele también a la Morgue. A las risas de los médicos. Yo lo entiendo: tienen que formarse un escudo ante tanto muerto. Escucho sus risas sobre mi cuerpo, quizá destrozado, quizá no. Me mirarán los tatuajes con detenimiento, siempre gusta mirar los tatuajes. Les llamará la atención el de la mariposa en la blancura de mi cuerpo. La depresión huele a salado, como las lágrimas, como las palomitas de los Cines Princesa o las patatas fritas de envase. Huele a los amigos que vas perdiendo, a los que lo parecen pero luego no lo son, a los que te trasladan a otra esfera de la amistad, pues la amitad tiene muchas dimensiones. Apesta a esos grupos feministas de apoyo que no llegan a la palabrería y destilan silencio. Yo creo que todas están lo sufientemente deprimidas como para que no les salga del coño preguntar por ti. Por ti que te puedes morir. Esto es muy feminista. La depresión huele a gatillazo. La depresión es fijarte en la abispa que te ha picado y no pensar en las miles que no lo han hecho. Es el hedor de un brazo emergiendo del agua para pedir socorro cual flor emergiendo de un vaso lleno de agua putrefacta.
«MARÍA.
Señor, que florezca la rosa,
no me la dejéis en sombra.
MUJER 2ª
Sobre su carne marchita
florezca la rosa amarilla.»
(Extraído de «Yerma», de Federico García Lorca)