Debería existir el color «Beth», como una ralla más en el arcoiris. Ponerle nombre a su Pantone e incluirlo en la cada caja de lápices de madera Alpino. Beth sería un lápiz degradado, de esos que tienen punta en cada extremo: empezando por un color de una intensidad flamante, hasta un color pastel que nos permitiera escribir palabras bellas en un fondo negro.

Ella se derrama en el arte y luego entra en la cocina con su paleta que parece un cuadro en sí mismo. Hay cuadros que se hacen solos en un remolino de colores descartados. No puedo evitar fotografíar los restos de su entrega, esas manchas de pintura desguazada.

«Leila, ¿te apetece una infusión?», me pregunta, sin juzgar, cuando mi rostro está triste, intentando dibujar el rojo-candor en mi pecho.