El otro día estaba tomándome un aperitivo con una caña en un bar y de repente perdí la mirada. No me di cuenta, pero el camarero me devolvió a la realidad, «Disculpa, ¿te encuentras bien?» Cuando me di cuenta tenía los ojos anegados en lágrimas y le dije con total sinceridad la verdad, que se me había perdido la memoria pensando en mi abuela y que la echo terriblemente de menos. Fue un acto involuntario de mi mente y de mi cuerpo. Después 14 años de cuidados tras un ictus, nos costó muchísimo hacer un duelo. Nos costó llorar. Mi madre tardó un año en asimilar la pérdida. Mi núcleo familiar lo conformaba mi abuela Presen, mi madre, mi hermana Mónica y Luna, una perrita bobi y muy buena. Casualmente, la planta de arriba de mi casa de Sevilla lo conforman 4 cuartos enfrentados y me gusta recordar esas noches en las que mi hermana, mi madre y yo, empezábamos con la guasa. Cualquier guasa. Mi familia materna, perseguida por el franquismo y la pobreza, atravesando todo tipo de dramas en la vida, pérdida de hijos en vida incluida o muertes de madres demasiado jóvenes, siempre ha tenido una enorme capacidad para la risa. En medio de unas circunstancias nada fáciles, mi familia materna ríe, ríe y ríe a carcajada limpia por cualquier chorrada. Mi abuela no. Así que cuando ya no podía más con nosotras, clamaba en medio de la oscuridad que éramos unas mamarrachas, unas locas y unas zumbadas, que a dormir «PORDIOSDIOSMÍOCUÁNTATONTERÍA», lo que nos hacía reír más todavía. Mi abuela Presen era una mujer buena, no tenía enemigos. Dulce, entregada y cuidadora, de canciones y cuentos en la boca, de palabras amables y cariñosas cuando alguien se enfadaba. Iba al borde de tu cama, te cogía la mano y hacía de mediadora en medio de una bronca. Era una mujer sin maldad alguna, aunque nunca perdonó a mi padre y a su familia por lo que le hicieron a mi madre y recordarlos hacía que su rostro se endureciera.
Esta fotografía la hice embarazada de 5 meses… vamos, que aunque no se vea, ahí está Luz. La hice justo el día después de la muerte de mi abuela, destruyendo toda posibilidad en mi mente de que Luz tuviera cuentos, canciones, refranes infinitos, fruta pelada en espiral y unas manos bellísimas con uñas pintadas color coral que recogieran su frente.
No existen las casualidades. Estoy en mi casa de Sevilla y como siempre, me puse a meditar antes de dormir. Pero interrumpí la meditación y como guiada, cogí un libro de El señor de los anillos que no había cogido desde hace 20 años. Lo abrí y dentro había una carta que le escribí a mi abuela con 16 años. Me quedé petrificada. Se la escribí cuando me rompí el tobillo haciendo descenso de cascada en los Alpes y nunca se la llegué a enviar. Además le hablaba de una lectura de cuyo título no me acordaba y estaba intentando memorizar aquella misma mañana. No creo que haya sido coincidencia y estoy segura de que esa fue su forma bella de decirme que estaba ahí, eternamente cuidadora y protectora… y que por supuesto, había leído esa carta y que estaba cuidando, como sólo los muertos saben, de todas, incluida mi hija. Hay muchas formas de estar en este mundo.