Mi forma de crear fotos está cambiando. Antes tenía una idea en la cabeza y tenía que llevarla a cabo a toda costa. Digo a toda costa porque he puesto mi vida y mi cuerpo en peligro numerosas veces para que saliera lo que tenía en mente. Esto sigue pasando, pero últimamente quiero captar momentos de felicidad. Como ir subiendo desde Madrid a Asturias e ir viendo con alivio cómo el termómetro del coche iba bajando. Llegar a un pueblo entre montañas borrascosas, coronadas por boira, cuervos, rapaces y el río bajo nuestra ventana. Nos tumbamos en la cama como quien no se lo cree, como quien lleva meses corriendo delante de una llamarada que te abrasa hasta la pituiraria. El fluir del agua, la neblina y él. Su piel caliente y agotada por el mes más cruel. Quiero follar, quiero llenarme de él, de su amor, de su calidez y sentir los muslos temblar, tensados encima de su cuerpo. La energía me entra por el coño y me sale por la boca, como un recorrido energético que me atraviesa, que me estremece de placer, que me hace entrar en trance y agarrarme a su cuerpo como si a mis espaldas me amenazara el vacío. «No salgas», suelo pedir. «Quédate dentro». Y quiero llorar. Un llanto de soltar el dolor tras las sonrisas forzadas, tras la mirada baja, tras los «Estoy bien», los «Tirando», los «Ahí estamos», «Poco a poco». Y de pronto sus besos, sus manos amasando mi carne trémula, su polla dentro, la conexión de vida, los «Te amo» tras cada embiste. Estas no son fotos eróticas. Son fotos de amor y con ellas el deseo, la paz, el sentirse colmada, nuestros cuerpos dando las gracias, la soledad en un rincón y la niebla cual manto blanco para los amantes.
Mientras su cuerpo reposa tras la corrida, cojo desnuda la cámara. «Así está bien, quédate como estas». Y todavía jadeando, mi sexo húmedo y palpitante, ya riendo, aprieto el botón de la cámara, porque quiero recordar momentos en los que fui feliz y la Fotografía se ha convertido en una caja donde guardar la dicha en años donde escasea.