Silencio y notas, pedales, correcciones. Los viernes, día de Venus, María Olga acudía a las clases de piano. Las manos de Sofía desaparecían entre las teclas, sólo visibles cuales serpientes blancas en los bemoles y sostenidos. «Eleva las muñecas» y las yemas de María Olga alcanzaban la cobertura azul de sus venas, la tensión de sus tendones. «Romances sans paroles», los seis de Cécile Chaminade latiendo entre pálpitos y el aliento de quien acostumbra a correr por los entresijos de la mente, hacia ningún sitio. Ocho de espaldas. Aquel día que se rompió el vaso, Sonia recogió los cristales en la oscuridad y se los guardó en los bolsillos de la falda. Y en la noche, tallado en los laterales de cada tecla, «Fui yo quien te pisó el vestido por detrás», «El aliento te olía a salvia», «¿Por qué tienes las manos frías en verano?», «Si el tiempo lo pone todo en su lugar, ¿por qué no estamos en el mismo?», «¿Y si no es amor?», «No pienso realmente lo que te dije ayer». Y con sangre en la madera «No quiero volver a hablar contigo». Una tarde, la luz muriendo, María Olga se sentó sobre los muslos de Sonia y abrió la boca muy grande, los dientes al aire custodiando una lengua tensa y rosada. Sus piernas se quedaron mudas, ancladas a su falda. Aquella noche, en la entrada, Sofía lamía las manchas de sangre del suelo. María Olga se quitaba con pinzas, entre muecas, los cristales del entremuslo.