«Y no quiero llantos. La muerte hay que mirarla cara a cara. ¡Silencio! (A otra hija.) ¡A callar he dicho! (A otra hija.) Las lágrimas cuando estés sola. ¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen. ¿Me habéis oído? ¡Silencio, silencio he dicho! ¡Silencio!». La casa de Bernarda Alba, de F.G. Lorca.
Era el piano de las notas fantasmas, el que sólo suena si tienes las manos frías. María Olga tecleaba en la columna de Sofía, en esa enorme escala de silencios que sólo escuchan los que creen vivir en el país de la Soledad, colindando con el Estado de Todo el Mundo, independiente e intrínsecamente independentista. Para el silencio se necesita afinar y tener oído, diapasón en las yemas de los dedos. «Venga, ¡y 1, 2, 3 y…». Her past was the loudest sound she had ever heard. Y con el aliento agitando su cabello, como una corriente espectral en casa de Rosalía…
- «¿Con cuántos hombres te has acostado?».
- «Con todos los que he querido. Y con los que no he querido también».
Silencio. A callar he dicho.