Copias disponibles en diferentes tamaños. Cuando traje a mi hija al mundo escogí ropa muy unisex o me encargué de que su armario tuviera un amplio abanico de colores, así como diversas prendas. Pero la sociedad querían el rosa ¡Cómo no! Para la criatura con vulva, por tener vulva. Recuerdo el tercer día que regresé a casa con mi niña en brazos, escribir en el grupo de whatsapp familiar que giraba en torno a mi hija, mi insistencia en no caer en el princesismo y en concreto, pasé un artículo magnífico que versaba sobre la violencia semiótica del rosa. Nada, absolutamente nada de lo que yo quería para educar a mi hija, fue escuchado más allá de mi propia familia, única parte que siempre respetó y preguntó. El rosa fue y es un arma y una provocación hacia mi. «Ponla bien de rosa para que la madre trine, que se joda», esa marcada de territorio en el cuerpo y mente de tu hija, ese «La tenemos nosotros y haremos todo lo que no querías para ella. Porque ahora la niña es nuestra y tú te vas a joder». La cantidad de violencia que recibimos las madres tras el divorcio es de libro de miles de páginas. El Rosa como quien te fuerza a rezar el rosario, la escoba metida por el culo de color rosa. Recuerdo también intentar frenar el tema de los regalos. Frenar esa avalancha de actitudes que no deseas como madre y educadora: parad de rosas, parad de regalar sin mi permiso, parad de regalar cosas que no quiero para ella, no la toquéis, respetad mis espacios y los de mi bebé siempre y más en el puerperio y postparto. Mi embarazo no fue respetado. Mi parto no fue respetado. Mi lactancia no fue respetada. La educación que con sudor y sangre le estaba dando a mi hija no está siendo respetada y está siendo usada como arma para hacerme daño indirecto a mi, daño directo sobre ella Mi postparto no fue respetado. Desde que estaba embarazada, sentí que de mi hija se apropiaban todos, que era de todos menos mía. «Desagradecida», me llamaban cada vez que yo me negaba a la ayuda a la oferta, que no a la demanda. La terrible ayuda a la oferta como un taladro. «Déjala que está con las hormonas pallá tras parir». No a regalos no deseados y cantidad de regalos no deseados, de esos que los recibes y dan ganas de esconderlos y mandarlos al contenedor. Esa bañera rosa de plástico repleta de objetos rosas que ya tenía por partida triple, «Desagradecida, encima que te lo han regalado, es un gesto de cariño». «Te voy a pintar la casita rosa». «No, rosa no», por favor «Pues rosa fucsia, ¿ese tampoco?». Rosa hasta que vomites de rosa. Rosa hasta que consigues que la niña diga que es su color favorito. Rosa hasta que la niña sea adolescente, sea hija de punk y empiece a hacer lo que le dé la gana, escuchando su voz interior. Me joda a mí, les joda a ellos (si viven para verlo), le joda a la sociedad, la princesa hará lo que le dé la gana. Será un gustazo verlo. Ver cómo no seré yo, será ella, que bien sabe imponerse, y mejor lo hará según vaya creciendo. El único rosa que me gusta es el de La pantera rosa, porque es une troll, se mueve al ritmo de Henry Mancini y nadie puede asegurar si su sexo es masculino o femenino. La semana que viene la escuela de mi hija, Zaleo, dará una charla sobre identidad de género, en que se hablará de la dictadura de los colores según con lo que vengas a este mundo entre las piernas.