María Olga no era lo que se esperaba de una mujer. Bueno, tal vez no era lo que se esperaba de un ser humano. Pero en su moral y ética, todo estaba bien. «Estoy tan orgullosa de ti», mientras le acariciaba la melena rubia. «La profe se cree que eres así porque te pareces a mí, pero yo de pequeña no me gané el título de dominanta tan pronto». María Olga mataría profes por ella. Si pedía un deseo a las velas, pedía que él se muriese. Si veía a sus amigas llorar, lo deseaba por ellas, mientras las lágrimas ya corrían por la comisura de una sonrisa que agradecía no ser portadoras de esa carga. Lo único que lamentaba María Olga es el recuerdo del tomate estampado en el cristal y no en su cabeza. Y al otro lado del teléfono «Tu padre está enfermo, arruinado y solo y a tu abuela ya no le funciona bien la cabeza». Poesía.
Era el pensamiento colectivo honestamente verbalizado. «Yo no le deseo el mal a nadie pero». María Olga era la consiguiente oración coordinada.
Y por las noches, a pie de su lecho, «Domine Iesu, miserere mei, qui peccator sum».