Por favor, pero por favor, que se corten los dedos con cada libro que abran. Que cada página guarde sus huellas dactilares marcadas a sangre. Por favor, si puede ser, que se quede solo para siempre porque todas te habrán quitado la máscara. Que se cojan una depresión en la que cada vez que enciendan la televisión y vean fallecidos, se pregunten por qué no son ellos los que están muertos. Pido, por favor, que muera con la misma enfermedad que su madre. Pero más lentamente. Señor, quizá puede ser más ridículo. Me conformo, me conformaría con un resbalón en las escaleras o en la ducha, golpe directo a la nuca. No, no. Mejor lento, que yo pueda verlo. Quiero enviarles flores a la residencia, con mensajes de amor, tarjetas firmadas por mi mientras leen mi grafía, de mi puño y letra, mientras se les cae la baba por la comisura de los labios. Señor, por favor, que lo paguen todo en esta vida, que yo quiero verlo. Que su escuela arda. Que sus galerías de arte ardan con ellos dentro. Ojalá esta noche todos los que han atormentado a mis perras se queden sin dedos. Que sin dedos se queden todos los que han ejercidido violencia digital sobre mi y se tengan que reclinar sobre el cuenco de sopa para comer como los perros. Que cuando mueran, cuando estén a punto de morir, mi rostro sea lo último que recuerden, mientras yo corro por una playa, desnuda, con mi hija, los cabellos sin cepillar, los dientes al aire.

– «Niña, tu odio no es suficiente, no estás lo suficientemente podrida. No te puedo absolver».

-«No te vayas…».

-«La ofensa exige un odio a la par».

-«Miserere nobis».

En 2021 no odié lo suficiente. Seguiremos intentándolo. Hola, 2022. Sé cuántos días llevo con mi hija robada, pero también sé que cada día que pasa queda menos para dormir durante años, acurrucadas ambas en una cama, mientras huelo su melena rubia, que huele a amor. El que tendré cuando odie lo suficiente.