Copias disponibles en diferentes tamaños

El otro día me estaba haciendo las uñas, pues ya sabéis que soy una de las víctimas de esta fantasía tan de moda, que las tienes perfectas y puedes fregar baños, platos, cargar al bebé, pasear a las perras, destrozarte las manos con bolsas del DIA, cocinar, rebuscar desesperadamente en el bolso porque no encuentras las llaves y arañar espaldas sin que parezca que por tus manos ha pasado un huracán. Pues allí, en la manicura. Empiezan los cotilleos, siempre sacan conversación, deben de saberse la historia de todo el barrio. Yo creo que si hay un crimen y la policía tuviera que interrogar a alguien para saber, empezaría por peluqueras y toda aquella persona que se dedique a la cosmética. O también pienso que si algún día alguien inicia una revolución, empezará donde las mujeres nos reunimos con los rulos y nuestras uñas semipermanentes, a conspirar contra el mundo «¿Y tú cómo estás?», «¿Y tu madre?», «¿Y tu niña?» «Qué cabrón. Pero cómo se puede ser tan cabronazo», «Estáis todas igual, mira que yo tengo una historia parecida (te la cuenta. Todas tenemos historias con los hombres)», «¿Que eres de las que te cortas las puntas tú sola? Deja que te arregle yo el pelito un día», «Tú mi niña a ser fuerte ¿eh? Que tu hija te necesita, tú como un junco, que te doblan pero ahí sigues, en tu estructura original» «¿Color? Tú como siempre ¿No quieres probar de azulito, mira este azulito», «Pues venga, ese rojo vino para ti». Y ya con mis uñas intactas, pago y se pone detrás de mí, me endereza los hombros, la palma de su mano recta en mi espalda, «Tú no llevas ninguna carga ¿me escuchas? Ninguna. Tú bien rectita por la vida, ¡ninguna mochila en la espalda, me cago en todo!». Y le pagué por las uñas, pero tendría que haberle pagado 60 euros por la sesión de psicología de barrio: es la mejor.