Siempre he disfrutado en el agua. Soy de duchas desconsideramente largas, de baños, mares y ríos. Este es un momento muy mágico en Asturias, en el que, tras ver una nutria, descendimos al riachuelo. Los cielos estaban oscuros, el ambiente era húmedo y el bosque nos cubría las cabezas como las manos candorosas de una madre anciana. Las aguas no sólo me sirven para limpiarme energéticamente y mandar río abajo toda energía negativa, sino que, literalmente, también me limpio físicamente con piedras. Desnuda, me rasqué la piel con una piedra de río. Vi cómo la piel muerta salía a tiras, dejando mi cuerpo suave y fresco. También le limpié los pies a Alberto, porque considero que en los pies tenemos varios puntos energéticos y que los cuidamos poco. Me gusta cuidar los pies, es tradición familiar. Él sentado en una roca, yo en el agua. Milka hacía agujeros en la arena, Menta olisqueaba todo trozo de tierra sin agua, Ron reposaba su enorme cuerpo en un tramo de riachuelo. Tronó. «Oye, quiero hacer unas fotografías que me recuerden este paseo, este momento». Empezó a chispear. Me puse a posar, manteniendo el equilibrio en unas ramas. Bajo la lluvia, disparamos las fotos. Hacía meses que no me fotografiaba desnuda en la naturaleza. Al ver las fotos sentí ver a una Leila que había perdido. Pero mis ojos hablan, mi cuerpo habla, mi mente habla.
Hace dos años me miraba en el espejo y pensaba que la ojera izquierda se iba a quedar siempre ahí. Que tendría la cara caída de tristeza, que me quedaría raquítica. Me acostumbré a estar en los huesos de no ser capaz de comer un puré o un batido, a que se me cayeran las bragas, a tener la piel gris y sin brillo, los ojos tristes y llorosos. Miro esta foto y sé que es un redoble de tambores de sanación y buenas noticias. Lo sé porque lo que viene lo huelo como las perras. Porque ya me están llegando cosas buenas. Me veo en esta foto y me veo muy diosa. Pero de las cabronas. Vamos, lo de siempre.