Fuimos en plena Semana Santa a la sierra de Madrid. Entre desplazamientos por las vacaciones y procesiones en el centro, apenas había gente, y la energía se escuchaba mejor (que no más). Con el tiempo he desplegado mis sentidos para escuchar otras formas de comunicación que no sean las lenguas humanas. Sentí las rocas, cada árbol en su unicidad y el bosque como colectivo. Les dije a Helena y a mi hija, posando la mano en la corteza de un árbol: «No sé cómo pueden ver a Dios en las procesiones, porque estoy segura de que si hay algo, habita aquí». O más bien, quiero decir que si hay algo para mi, para este cuerpecito temporal y prestado que tengo, está en cada copo de nieve, en el frío de un arroyo, en el murmuro de un bosque, en las huellas de un zorro o en las hoquedades de unos huesos. En la naturaleza me siento arropada, escuchada y protegida. Algún que otro excursionista me veía posar desnuda, como si yo fuera, en mi desnudez, la nota discordante. Pero yo estaba tan desnuda como la tierra misma.

Las fotos las encuadraron entre mi Helena del alma y mi hija Luz