Va llegando a su fin la serie de «Miserere nobis», probablemente la más extensa que he hecho en mi vida, la única que cierro y potencial libro objeto. Cuando una localización me atrapa soy como un maremoto, si el lugar tiene magia, salen fotografías aunque sean decenas en una hora y media, miles si son semanas. Así pasó con Islandia, de cuyo viaje aún conservo fotos sin editar. Es curioso. Siento que a Islandia tengo que volver a cerrar algo y siento que a casa de la tía Rosalía tengo que volver a cerrar algo más. Como si no hubiera terminado. Como si el bienestar y la belleza te embargaran porque son el aliento de lo perpetuo y lo congelado. La felicidad es una bloqueo con la mano caliente. Ese confort que pocos conocen pero del que nadie, cuando lo prueba, quiere salir. Poder expresarme me genera serotonina y endorfina. Qué bien que puedo decir que hay dolor, qué felicidad poder dejar viviendo parte en una fotografía. Muchas personas no saben expresar que sufren. Y no poder hacerlo, es un sufrimiento añadido. El perfecto bucle de una muerte psicológica sin resolver. Cómo sabía Sonia que aquella maravilla, polvo sobre un hogar que a pesar de la carcoma, sigues sintiéndolo hogar nada más entrar. Es una casa apasionante, con unas vibraciones magnéticas, perteneciente a la familia de Óscar. Y está a la venta, ¡ojalá pudiera comprarla y vivir allí! Ya sólo por la luz que tiene yo puedo enamorarme de una casa. Sólo por eso yo, cazadora de luces para mi noche. Me muero de ganas de volver a Vilagarcia de Arousa y repetir todo lo que allí hice. Desde sentir una madriguera cálida y acogedora hasta llorar en la ducha o en el mar. Desde comer muy bien, tumbarme en la cama con los cascos y buena música y vivir un momento catártico de bienestar. Tumbarme con el abrigo en la playa, la mochila de almohada, escuchar las olas mientras hundo la mano en la arena cargada al sol.

Gracias a Sonia por ser rápida disparando y encajar perfectamente mi reflejo en el espejo. María Olga estaba retorciéndose, sufriendo una muerte psíquica. Como quien cumple años y siente que algo se muere. Aunque no sepa muy bien decir el qué, porque no es que suela ocurrir nada extraordinario en los aniversarios. Yo sólo sé que me ponían un examen o me tocaba estudiar para uno el día siguiente. Eso sí: siempre aprobaba. Me pasaba todos mis cumples sembrando, para matar las semillas a brotes.