Modelos: Alberto Anaya, Vaquita y yo.

Todavía me quedan algunas imágenes del encierro. Sí, es verdad. Que mi nueva etapa fotográfica tiene muchos interiores. Pero la falta de libertad se nota. Lo prohibido se huele. Les niñes golpeaban las paredes, las puertas y gritaban. Vivíamos con insomnio. Bien cerrada la noche, yo prolongaba bajo riesgo de multa el paseo de mis perras. Recuerdo aquel silencio, quietud y oscuridad como un fragmento más de un mundo que se me antojaba distópico y alienado. Durante el día sacábamos deprisa y corriendo a las «tatas» porque los vecinos nos insultaban por las ventanas. O nos escupían.

No sufrí un parón creativo, porque mi creación nació en los infiernos. La fotografía vino a mi vida como una forma de canalizar el dolor, como una forma de resiliencia, ergo durante esta cuarentena ha sido mi gran amiga y compañera.

Durante estos días me ha dado para reflexionar. Y mucho. Quizá no estoy llevando el estilo de vida que quisiera vivir. Quizá tengo una sed inmensa de manada, de tribu, de comunidad horizontal, de vivir lo más autosuficientemente posible en la naturaleza. Con mis amores, con sus heridas, con nuestros valores bonitos, entre akelarres y cuidados. Mis trastornos han mutado sobre las mismas causalidades, son holísticos. Voy tocando teclas en la búsqueda de una sanación y sentiendo la experiencia que me proporciona cada una. Son centenares de posibilidades, un juego en el que es muy fácil perder… y ganar, un prodigio.