Modelo: Alberto Anaya y Ron.

Tenía la tarea pendiente de retratarlos juntos. Lo hice el mismo día que vimos un lobo en vivo por primera vez. Las perras sabían perfectamente que andaba por ahí, pero no conseguían verlo, pues estaba protegido. Pero lo recuerdo como una magia disfrutada en silencio y con el corazón haciendo más ruido que la respiración del bosque y el exhalar de los cielos.

Alberto quiere a Ron como a una extensión de sí mismo. O no sé si al contrario. Quizá ambas cosas. Se aman en la energía, consuelo y confianza que se forja tras 17 años de dedicación y cuidados. Cuando miro a los ojos de nuestros peludos veo una película de mi vida en sus cataratas. Les miramos y decimos, «Ay, Ron, lo que hemos vivido y pasado. Y aquí estamos. Y muchos pasan, pero no tú». El amor perpetuo y puro de los animales. Vamos por el mundo con nuestro imserso canino. O el mundo nos viene encima. Ron inocuo, de paso lento pero firme, su cuerpo que abraza la vida, descansando en un lago. O un arroyo. Una vez mi hija dijo que «Ron es del color de la tormenta». Y precisamente, en esta foto, estaba chispeando. Yo a Alberto le conocí en la tormenta y entre los rayos le reconozco. Le reconozco en sí mismo y en los seres a los que ama. Mal me pese que me roben la hamburguesa o las tostadas del desayuno. Ya habrá más duchas y cepillados, que yo tengo paciencia para todos. Y que la calle no ensucie a mis perros.