Salimos a la carretera. Era el único lugar por el que se podía caminar. Por las aceras la nieve nos llegaba hasta la rodilla, Milka se nos perdía directamente entre la nieve y su cuerpo dorado luchaba por abrirse paso entre ella, de salto en salto, como cayendo de pocito en pocito. De los alerones de los tejados y balcones amenazaban grandes bloques de nieve y hielo que a veces caían como un trueno ¡¡Cuidadoooo, no vayáis por las aceras!! Sí. Mejor ir por las carreteras, ya cortadas. La nieve hiela hasta los colores. Negro helado. Al anclar la silla en la localización y subirme, esta se hundió. Mierda. Quería que la silla se viera bien, «¿Qué pasa?!», «Que es que las patas de la silla no se ven». Momento paralizante en el que una fotografía no sale tal y como tú la tienes en la cabeza. Pues si el universo no quería que se vieran las patas, pues que no se vean. Así que me subí mientras notaba cómo la tierra me quería alejar un poquito del cielo. No importaba. Allí me ahorcó el aire. Y suspendida me quedé. La imagen tensará siempre la cuerda. O no. Tal vez sea al revés. La cuerda siempre tensará esta imagen.
Luego me llevaste por Madrid sobre tu espalda, mis pies desnudos sobre la nieve, mis brazos agarrándose fuerte contra tu pecho. AAAAAHHHH, cuando llegamos a casa. El suspiro que te sale del estómago. Tus lumbares gritaban la sombra de mi peso, mi cuerpo bajo una ducha de agua hirviendo me reveló las manos ardiendo, los pies ardiendo, el cuello ardiendo, el aliento de niebla caliente.