A ella le gustaba el whisky con dos hielos, Macallan o aquel que se le presentara con el hongo flotando dentro de la botella como un feto en formol. El buen whisky sabe dulce: jengibre en la nariz, y vainilla en el paladar. 42% de volumen para las venas, decenas de rayas rojas en los ojos perdidos. Solía coger la botellas destinadas a los hombres y bailar en los lugares destinados al juego de los hombres. Los hombres y sus pelotas. Con qué ganas se las metería en la boca. La negra al pequeño hombre, al pequeño y miserable hombre. Al que da pena y ternura se le revientan los dientes si no le entra. Porque el negro era su color favorito y por el 8 es el número del infinito: el atragantamiento sin fin. Los ojos verdes, la 6 y 14 para Eva. Con dos cucharas se quita una cosa y se pone la otra. María Olga soñaba con una escopeta que disparara bolas de billar de colores. Bajo sus pies el billar estaba tan suave, sobre su cabeza una corona de luces. Pero qué borracha estaba, cómo podía bailar tan bien, «A ver si te vas a caer», «¿No quieres una bolsa para vomitar?».
«No, mamita, que aquí toco el cielo».
Miserere nobis. El que perdona la ofensa cultiva el amor;
el que insiste en la ofensa divide a los amigos. Y amores. También.
«Verás tú mañana».
«Mañana… mañana me arrepentiré un montón, pero qué bien se está así, bailaría desnuda».
María Olga bailaba, ebria y magnética como una luna lorquiana.
Sofía le habría sujetado el pelo, ella era la única que reía mientras la bilis le quemaba las paletas y su cabello en sus manos era un ramillete de sudor y rizos. Le habría hecho un batido de frutas y sería la única que se habría reído de su resaca.